Oigo el sonido del mar y, a través de la ventana, contemplo los numerosos reflejos otoñales sobre un agua serena. Aves que descansan en la superficie, otras que aterrizan o inician el vuelo en bandada. La luz del sol, en un día que amaneció nublado y lluvioso y que más tarde tornó a soleado, regala un bello arcoíris. Es el mismo lugar de siempre y, sin embargo, tan cambiante según el día de la semana, la hora o ambas.
Me gustaría tanto poder decir que estoy disfrutando de unos momentos frente al mar…
Era algo tan frecuente en mi infancia, cuando pasábamos los veranos con los abuelos en la costa. Lo primero y lo último que veíamos cada día era el vaivén de las olas, y éramos afortunados por tener un apartamento en primera línea de playa. Aquellos veranos tan simples y, a la vez, tan gratificantes, al cuidado de unos abuelos que nos adoraban, viviendo casi todo el tiempo a pie de mar o sumergida en él. Años y años en los que aquellas estancias nos daban más de lo que éramos capaces de apreciar. Esa manera tan natural de vivir en el presente, con todos los sentidos abiertos, especialmente cuando uno es niño y las preocupaciones son pocas. Solo una nos pesaba: que el verano llegara a su fin.
Me gustaría tanto poder decir que estoy disfrutando del momento presente, sin que los demonios de la mente me hagan sentir miedo, pero no puedo.
Estoy sentada en la sala de día de la estación 21 del hospital Vivantes am Urban, en Berlín, en el tan gentrificado barrio de Kreuzberg. Lo que veo a través de la ventana no es el mar, sino el precioso canal llamado Landwehrkanal. Y las olas del mar que escucho provienen de una lista de Spotify, a través de unos cascos con los que intento aislarme del exterior —o quizá evitar escuchar a otros pacientes que juegan al ping-pong.
Curioso el sonido de la pelota de ping-pong: tan molesto para mí cuando otros juegan, y tan cercano a un sonido meditativo cuando soy yo la que sostiene la pala. Todo depende de la perspectiva desde la que se observe.
Y es que los demonios de la mente me han traído de vuelta al hospital. El único lugar donde puedo sentir algo parecido a la seguridad en los días más duros de depresión. Un refugio al que acudo aunque le tenga animadversión. Un lugar donde me darán las pastillas necesarias para tranquilizar a los demonios. Yo seguiré padeciendo todos los síntomas, igual que antes de ser ingresada, pero ese miedo tan intenso a perder el control y a que los demonios dirijan mis actos… ese miedo desaparecerá. Volveré a sentir que tengo el control de mis movimientos. Y, sobre todo, volveré a ser consciente de que la solución no es el suicidio.
Me gustaría tanto poder decir que estoy fuera de peligro y que soy más fuerte que la enfermedad…
Pero no puedo. Solo el tiempo lo mostrará.
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